En esta presentación, más que sostener un punto de vista teórico sobre el apego o la disciplina psicoanalítica, quisiera compartir con ustedes observaciones desde mi experiencia de más de 50 años en el ejercicio de la psicoterapia psicoanalítica, tanto desde el lugar de paciente en proceso de elaboración de una pérdida, como en el de terapeuta explorando y aprendiendo en la cotidiana tarea de ayudar a otros a lograr soluciones a sus desequilibrios y desajustes en el reto adaptativo que nos presenta la vida, en particular en lo que atañe a las relaciones con uno mismo y con los demás. Terreno en el que los pacientes nos han ido presentando con cada vez mayor frecuencia trastornos relacionados con fallas en la relación de apego temprano, aquello que deriva en lo que se ha tenido en llamar “patologías de carencia”. Los problemas que nos suelen traer los pacientes ya no son los mismos que hace 50 años; tampoco lo son las circunstancias en que vivimos. Los procesos de cambio en la ciencia y en la tecnología, por un lado, y los tentáculos de una sociedad de consumo que ha cambiado los paradigmas de nuestro tramado social, por el otro, han puesto en jaque nuestros recursos adaptativos. Hay una crisis de valores que menoscaba severamente la solidez de nuestros modelos de organización personal y la resultante suele ser la construcción de un falso self adaptativo antes que el funcionamiento desde un verdadero self coherente y cohesivo. En lenguaje sencillo, observamos que, cada vez más, es suficiente con “parecer” y no con “ser”. La función materna, eje del indispensable apego temprano, está socavada por las exigencias de la necesidad de producir dinero o generar recaudos materiales, perdiendo de vista la expresión de un mandato biológico que determinará el desarrollo de las capacidades emocionales del hijo. Es la madre quien está en una condición especial para iniciar el ínterjuego relacional de estímulos y respuestas preverbales, que irán nutriendo el registro de las memorias procedimentales, que son la esencia para la interacción ulterior con el mundo, para enfrentar los retos adaptativos que la vida nos presenta, comenzando por el reto de autosostenernos y diferenciarnos, siendo capaces de “leernos” a nosotros mismos, tanto como de poder entender al semejante como alguien diferente. El apego temprano está enmarcado en una situación de sobrevivencia en la que el bebé depende absolutamente de su entorno. Las fallas o ausencias del cuidador, que suele ser la madre, movilizan en el bebé profundas angustias de muerte, desamparo o abandono, con resultantes que fueron observadas en los años cuarenta por René Spitz, quien acuñó el término “depresión analítica” para referirse a la carencia afectiva subsecuente a la separación materna. Si ésta supera los cinco meses, señala Spitz, empieza a producirse un deterioro que posteriormente puede llegar a una afectación psicosomática irreversible, a la pérdida de vivacidad relacional e incluso a la muerte, pese a contar con una atención esencial básica nutricional. Concluye que se trata de una reacción a la ausencia de la madre y al afecto insuficiente por parte del personal de los orfanatos en donde desarrolla dichas observaciones. Poco tiempo después, Harry Harlow, de una manera un poco cruenta, se dedica al estudio del apego temprano entre la madre y su bebé. Para dicho fin, lleva a cabo experimentos con chimpancés. Somete a los monos bebés a la separación de sus madres y los introduce en una jaula donde hay dos estructuras de alambre: una está conectada a un biberón, que el monito puede succionar para obtener leche; y, la otra estructura no ofrece alimento, pero está recubierta con una suave felpa en la que el monito suele acurrucarse luego de mamar. Se le mantiene aislado de la madre a la vez que del contacto emocional con los humanos. John Bowlby hace observaciones de bebés o niños que son separados bruscamente de sus madres por diferentes circunstancias. Anota que se producen una serie de reacciones, que establecen una secuencia de tres momentos. En el momento inmediato de la separación y puesta en un lugar extraño, el bebé tiene reacciones de protesta y reclamo de búsqueda de la madre; luego de un tiempo, su protesta se atenúa y se muestra desesperanzado, con llantos atenuados. En un tercer momento, se comienza a mostrar indiferente, desapegado y como desinteresado por el entorno. Estas reacciones se atenúan si se encuentran en la nueva situación con una persona con cualidades empáticas que los acoja y sostenga emocionalmente (atenciones, tonos amables, contacto, juego, ternura, etc.). Bowlby es quien busca integrar sus hallazgos a la comprensión psicoanalítica, encontrando un rechazo inicial por parte de sus colegas. Sin embargo, con el tiempo y mayores investigaciones y hallazgos, el escenario central del apego fue encontrando cada vez mayor acogida, entramándose con la visión “relacional” y “vincular”, que reorientan la labor terapéutica hacia formas que integran en grado mayor la relación afectiva, más allá del amparo de la palabra, como mediadora del proceso. Peter Fonagy, psicoanalista inglés de esta orientación, propugna el trabajo de la “mentalización”, una función ligada a la posibilidad de “darse cuenta” de la intencionalidad de las acciones de los demás y de uno mismo, que ha quedado perturbada por las fallas de apego temprano. En los últimos 20 años, Allan Schore, en Estados Unidos, se ha dedicado a la investigación del apego temprano, recogiendo conclusiones de una diversidad de investigaciones de otros autores. Encuentra una gran apoyatura en los hallazgos de las neurociencias, desde donde, junto con otros psicoanalistas, propone una resultante ligada por el concepto de inconsciente: el neuropsicoanálisis. Entre los aportes más importantes de lo observado por Schore, tenemos que la interacción vincular que establecen la madre y el bebé está sostenida por los hemisferios cerebrales derechos de ambos, en particular por el sistema límbico. Como sabemos, en los comienzos de la vida predomina un intenso desarrollo del hemisferio cerebral derecho, que tiene una preponderante misión en la organización e integración de las expresiones afectivas. De la interacción entre la madre y su bebé surge una resultante que sedimenta en la memoria procedimental de cada quien y que en el bebé es crucial para el establecimiento de las claves para un lenguaje emocional futuro. Esta aproximación límbica derecha tiene un interjuego de estimulación-respuesta, sostenido por un marcador psicofisiológico, que se traduce en una sintonía mutuamente estimulante, con reacciones que van tejiendo una trama de experiencias que dan lugar y forma al mutuo entendimiento y desarrollo creativo, en el que intermedian las miradas, los gestos, los tonos, la prosodia… y todo lo que antecede al lenguaje verbal. En los momentos más tempranos de este encuentro se da, de manera natural, fisiológica, un fenómeno especial llamado “sincronía”, que es una suerte de complementación en simultáneo entre madre y bebé… una vivencia en común. Por ejemplo, él bebé tiene hambre y la madre empieza a emanar leche, aunque no estén juntos. El concepto de regulación emocional es uno de los temas centrales en la fenomenología del apego. Schore lo toma como un modelo a considerar en el escenario terapéutico, en la relación entre el psicoterapeuta y su paciente. Las emociones en general -y la angustia o depresión en particular- movilizan en la madre recursos emocionales de consolación, contención, presencia calmante, seguridad, protección, paciencia, etc. Paulatinamente, el bebé incorpora la experiencia de forma que en algún momento logra la propia autorregulación y la confianza en las posibilidades de sostenerse por sí mismo en ausencia de la madre. Ciertamente, de este acompañamiento regulatorio llevado de manera natural, deriva lo que Bowlby denomina un apego seguro, es decir, la sensación suficiente de confianza en la estabilidad interior, como para atreverse a explorar en situaciones extrañas. Las fallas en el desarrollo de una interacción saludable con el entorno llevan a lo que denominó “apego inseguro”, es decir, una falta de confianza en la estabilidad interior, lo que supone, extensivamente, dificultades para explorar el entorno e interactuar con éste de forma flexible. Estas configuraciones afectivas básicas, el apego seguro y el apego inseguro, tienen por cierto, variables cualitativas y cuantitativas y evolucionan en la vida enmarcada por experiencias que contribuyen a su reforzamiento o debilitación. Siendo éste un punto central para la evaluación del potencial que supone su inclusión en el proceso terapéutico. Desde esta introducción, por cierto, muy sintética, al desarrollo del concepto de apego y a su trascendencia actual en la psicoterapia psicoanalítica como un concepto abierto, en evolución, que integra lo biológico y que se nutre de los hallazgos de las neurociencias y las nuevas investigaciones, vamos a dar espacio a los aconteceres de mi experiencia personal propuesta inicialmente. De paciente a psicoterapeuta Poco tiempo después de cumplir mis 20 años, falleció mi padre. Un fulminante cáncer de pulmón se lo llevó en pocos meses, llenándome de una inmensa tristeza, un dolor profundo que trataba con dificultad de soslayar tras la excusa que me prestaban las exigencias de estudio propias de un estudiante del primer año de medicina. Haciendo de tripas corazón, seguí adelante como pude, hasta que, a los pocos meses, como la brusca explosión de una represa, me desmoroné: tuve mi primer ataque de pánico, seguido por remezones intensos de angustia que no desaparecían con facilidad. Fue una terrible experiencia que me hundió en un fárrago de mil fantasías y temores. Me inundó la fantasía y los temores de quedar atrapado en la ciénaga de la impotencia, de tener que abandonar los estudios, de convertirme en un incapaz... aún así, "mascando vidrio", me esforcé y seguí para adelante, a duras penas… pero, el cuadro fue in crescendo… angustia insoportable, dificultad para dormir, nuevos ataques de pánico, fobia a los espacios cerrados… me ocurría en las clases, cuando apagaban las luces para proyectar láminas. Terminaba, entonces, saliéndome del salón, en medio de una sensación de ahogo, de falta de aire y con el corazón al galope, subiendo hacia mi garganta, amenazando con estallar... me tomaba unos minutos y volvía a entrar, siguiendo la clases desde la parte de atrás, cerca a la puerta, por si tuviera que volver a salir. Nadie sabía lo que me pasaba, era algo que sentía poco digno de compartir. Cuando no pude más, busqué ayuda y encontré prescripciones y recomendaciones de todo tipo: ejercicios de relajación, respiración, tranquilizantes, antidepresivos… y, desde mí mismo, un aferramiento al terreno de los estudios, que decidí heroicamente sacar adelante en memoria de mi padre. Como en una incierta cuerda floja aprendí a mantener el equilibrio, a torear los síntomas, generar estrategias para manejar los picos de angustia… hasta que descubrí la psicoterapia, el psicoanálisis. Un joven y muy erudito profesor, que nos daba clases de psiquiatría en la facultad de medicina, nos sedujo a varios alumnos con una propuesta irresistible: nos ofreció clases privadas de psicoanálisis, ¡gratis!, un regalo de la vida imposible de dejar pasar!. Fue así que ingresé a mi primer grupo de estudios sobre el fascinante mundo del inconsciente, "poderoso y mágico” del que nada sabía, pero mucho sentía que había que aprender, una nueva ruta hacia la salud... Quedé fascinado por esta nueva mirada que trascendía osadamente lo aparente… y, por cierto, no tardé en pedir la oportunidad de ser paciente de nuestro deslumbrante profesor, honor que me fue conferido de inmediato, haciéndome sentir el más afortunado de los mortales. Así comenzaron los primeros cuatro años y medio de terapia personal, a los que luego se sumaron experiencias de psicoanálisis, y que, incluyendo los requeridos por mi formación como psicoanalista, sumaron un total de doce años de búsqueda interior. Para sostener el costo de mi terapia personal, cursos, compra de libros, supervisiones, etc., no había esfuerzo que no estuviera dispuesto a hacer: hacía taxi, monté una polla del fútbol con mis compañeros de estudios, trabajé en una clínica… Salté a una idealización total del psicoanálisis en esa versión que me tocó por entonces conocer. En este nuevo espacio de estudios, de repente me encontré convertido en una suerte de “genio”, en un "brillante estudiante", algo inédito en mi experiencia estudiantil. Esta situación derivaba de que mi erudito profesor y psicoterapeuta no dejaba de dar interpretaciones interesantísimas a partir de cualquier comentario que yo hiciera: “lo que Pedro nos quiere decir…” seguido de una serie de conceptos y asociaciones que me daba rubor discutir si realmente era lo que quise decir… porque no dejaba de ser un juego ilustrativo del que se aprendían cosas. Mis compañeros parecían verme de la misma manera, en una dinámica que poco a poco fui entendiendo como un fenómeno grupal... consecuencia de una sugestión orquestada por nuestro mentor. En este contexto, entonces, pasé a ocupar el lugar del discípulo destacado, el de una suerte de delfín, que seguramente comparé con la relación entre Jung y Freud… ¡nada menos! época de tremendas idealizaciones…! Cierto es que, en algún lugar de mi mente, nunca estuve del todo convencido de la propuesta. Me daba cuenta de ello, pero preferí dejarlo así. Sentía una tremenda compensación: me mejoró el ánimo, volvía a una vida “normal”, las angustias se disiparon, mientras disfrutaba de una mística de aprendizaje que nunca antes había experimentado, cómo no seguir asido de este cómodo “flotador” que me rescataba del naufragio, que me daba tiempo, de a pocos, para aprender a nadar... De lo que tardé en tomar conciencia fue de la cantidad de contradicciones que se producían entre el discurso de la enseñanza de la técnica y lo que puso en práctica mi psicoterapeuta en mi proceso con él. Aparte de darme clases, me supervisaba gratuitamente, me prestaba sus libros, íbamos al cine, al estadio (éramos hinchas del Muni), nos reuníamos a escuchar música en su departamento, viajábamos a congresos… Incluso, me llevó con él como su segundo a trabajar en una clínica psiquiátrica. Digamos que me adoptó. Protagonizó a un padre sustituto que restañaba mi pérdida, colocándome en un lugar idealizado... realizaba totalmente mis fantasías infantiles de ser el preferido de papá, para el sexto de seis hermanos era llegar a una gloria que no me hubiera osado imaginar. Esto no tenía nada que ver con lo que había sido la relación con mi padre, a quien amé profundamente, pero sin tanta necesidad de apego idealizado. Mi padre era un hombre de gran calidez, a quien simplemente sentía allí, disponible; percibía su confianza y la libertad que emanaba de ello. Su impronta emanaba del ejemplo, era un “arreglador”, no había cosa que no pudiera reparar, carpintería, gasfitería, pintura, etc., incluso, eventualmente creaba instrumentos, producto de una habilidad especial para dar cuenta de sus necesidades. Me dejaba ser, sin presiones ni amenazas. En relación al tema del apego, creo que mi padre llenó en gran medida el vacío que dejaba mi madre, quien era más bien fría o poco tierna… salvo en lo que significaba atender nuestras necesidades básicas. Alguna vez dije de mi padre que él “era una madre”. Comparado con mi padre original, en algún momento, empecé a sentir que lo que protagonizaba mi terapeuta no correspondía con lo mío, empecé a sentir que esperaba una filiación dependiente, que, afectivamente no había "gratuidad". Poco a poco, fui comprendiendo que era parte de una trama de proyecciones e identificaciones transferenciales que se nutrían de mi contratransferencia y que mi transferencia, en última instancia, estaba tergiversada por las propias necesidades de mi psicoterapeuta, quien veía en mí a aquél que él hubiera querido ser… Cierto es que a su lado me planteaba, sin sufrir, la utopía de querer emularlo, en particular con respecto a su erudición. Él era un ratón de biblioteca con una memoria fotográfica mientras que una de las cosas de las cuales yo adolezco es de tener una buena memoria, tema que retomaremos más adelante como parte de mi posicionamiento en mi lugar como psicoanalista. En paralelo a mi psicoterapia de aquel entonces, realizaba mi formación como psiquiatra dinámico en la escuela del Dr. Seguín, verdadero maestro, quien, a la cabeza de un equipo de destacados profesionales, sostenía una propuesta de integración de recursos: comunidad terapéutica, psicoterapia de grupo, psicoterapia individual, psiquiatría de enlace, farmacoterapia, psicodrama, medicina folklórica, etc. La prédica central, que propugnaba el maestro Seguín, era el acercamiento humano al paciente, el “eros terapéutico”, principio con el cual guardaba total coherencia, lo mismo que con el ejercicio humano de la relación con sus discípulos, quienes, dicho sea de paso, no eran seducidos sino estimulados en libertad. Puedo decir que en su servicio había mística y calidez, una excelente relación de equipo que me ayudó muchísimo a recuperarme… siendo parte de una familia con un padre ejemplar. Faltando poco para terminar mi psicoterapia (y comenzar mi análisis con un psicoanalista formado), mi terapeuta me desconcertó con una pregunta que ni remotamente esperaba: “¿Te incomoda si salgo con tal chica...?” Él sabía que cada tanto yo salía con ella; no era nada serio, pero ¡había sido material de sesión…! De alguna manera me convenció, con la explicitación de que sus intenciones eran serias para con ella, por lo cual dejé de lado la mirada analítica de la situación. Todo resultaba pésimo técnicamente… y, sin embargo, ¡me ayudó tanto! Claro, hubo un después en donde surgieron confrontaciones con estas cosas; primero conmigo mismo y luego con él. Para él, todo había estado bien. Decidí, entonces, que no había lugar para una extensión de la relación en términos de amistad, cosa que él propugnaba. En algún momento, le llegué a decir: “No puedo ser tu amigo simplemente porque a un amigo lo puedo mandar a la mierda y contigo no se puede…” Pero él no se soltaba de la idealización. Comprendí que no sabía relacionarse “a la de verdad”. Era “el dueño de la pelota que no aprendió a jugar…” Sin embargo, me ayudó; o quizás, mejor dicho, me apoyé en él para ayudarme… y salir, terminar de salir, cerrar el duelo. Pocos años después, escuchaba a Otto Kernberg en una conferencia en Buenos Aires. Él decía que un buen paciente (alguien medianamente integrado) funciona con cualquier terapeuta; que el paciente complicado sí requiere de alguien bien formado profesionalmente. Bueno, también es cierto que luego de esa experiencia seguí en análisis por varios años más, tiempo demás para elaboraciones y reelaboraciones... que, de alguna manera, siguen hasta la actualidad, sin las urgencias de los comienzos, puedo sostener la mirada analítica que me permite trabajar y vivir sin engañarme. Creo que lo ocurrido tiene que ver con el haber participado de algo así como una idealización liberadora en la cual, felizmente, no quedé atrapado. ¿Me encontré con el “brillo en la mirada” que no tuve tempranamente? No lo sé, pero es posible que también me haya reencontrado con el vacío engañoso de quien imposta por seducirte. Felizmente, de alguna manera, se instaló la posibilidad de darme cuenta… de salir de la impostura y ponerle fin a la diada especular. Son posibles muchísimas interpretaciones y lecturas de este momento de mi vida, que era el comienzo mismo de mi carrera, partiendo de una experiencia marcada por la necesidad, hacia una continuidad sostenida ya por mi propio deseo. Tuve luego otra experiencia analítica en la que sentí que no conectaba con mi psicoanalista, quien era demasiado ortodoxo y había momentos en que yo requería más cercanía y no la sentía. No tuve problemas en ponerle fin. Encontré la sintonía que buscaba en otro psicoanalista en quien percibí una gran apertura, sin desmedro de su posición analítica. Más allá de su conocida erudición, se manejaba con una gran soltura en las sesiones, me agradaba en particular su sinceridad y su cálida sencillez, permitiendo con delicadeza una cercanía no invasiva por ambas partes. El tramo final de mi camino hacia la identidad psicoanalítica ya tenía el cariz de una peregrinación. Dejé todo lo que materialmente había logrado acumular, que no era mucho, para viajar al exterior a formarme. Siento, en la perspectiva del tiempo, que lo más importante de esa experiencia fue enfrentarme al reto de auto sostenerme por todos esos años y sobrevivir al intento; renunciar a todo, estar dispuesto a dar la vida por lograr el ansiado lugar como psicoanalista; y, al final, estar igualmente dispuesto a romper con el ideal. Fue una vivencia liberadora. Mi psicoanalista didacta, una francesa brillante y encantadora, me acompañó en el tramo final de mi camino a la sencillez, al ejercicio de pisar tierra, a encontrarme con la realidad. Esta psicoanalista era, también, muy abierta y cercana, cálida y nada complicada. Fue un grato encuentro humano de dos personas que conocían del exilio. En mi caso, comprendí que en gran parte mi proceso estaba ligado a la necesidad de enfrentarme a los fantasmas del desamparo y del desarraigo, a salir adelante fuera de mi “lugar seguro”. Poco tiempo después de retornar a Lima, escribí un artículo titulado “Psicoanálisis, Mito y Realidad”, en donde reflexionaba sobre el final de mi proceso de formación (formal) en el sentido de que podía hablarse de un logro si es que se llegaba a una saludable “castración…” refiriéndome a una declinación de las aspiraciones narcisistas ideales, cosa que sentía que andaba por allí agazapada en mis ocultas aspiraciones de convertirme en un ser mítico. Me di cuenta, entonces, que estaba preparado para ser, para tener, pero también para renunciar, una cuota importante que me abría la perspectiva de poder ser yo mismo y construir a partir de la experiencia, sin temor al error, al destierro o a la condena. Amparado por cierto en la capacidad incorporada de una mirada psicoanalítica liberadora. Algo de eso debe haberme alentado a embarcarme en la constitución del CPPL, institución que fundamos con queridos colegas, con la idea de generar un espacio alternativo a la sociedad analítica, que por entonces se nos antojaba como muy estricta y restrictiva. Por muchos años, el Centro fue un lugar de encuentro en donde flotaba un ambiente cálido y distendido, detalle que reiteradamente era remarcado por visitantes y expositores extranjeros invitados a nuestros congresos. Mi lugar como psicoterapeuta Hace ya muchos años que sigo a los investigadores de las distintas disciplinas psicoterapéuticas y neurocientíficas, que concuerdan en que el factor más importante en el logro de los objetivos terapéuticos no deriva tanto de la técnica que empleen y menos aún de la ideología teórica a la que adscriban, como que sí lo es desde la calidad del vínculo que logren desarrollar psicoterapeuta y paciente. Es un encuentro empático y sostenedor el que permite que el paciente encuentre la posibilidad de comprometerse integralmente en su proceso. De alguna manera, podemos entender que el pívot de la experiencia se centra en el encuentro “inconsciente – inconsciente”, con predominancia del lenguaje emocional, actitudinal, tonal o corporal entre los protagonistas de la experiencia, es decir, el terapeuta y su paciente. De alguna manera, desde mis tiempos de formación como psiquiatra dinámico en la escuela del Dr. Seguin, se nos remarcó la premisa de la importancia de la relación “médico-paciente” y el sostenimiento del proceso desde el “Eros Terapéutico”, una variable del amor al semejante que era el eje de nuestra aproximación terapéutica. Esta mirada, por cierto, nos era inculcada por el amor docente y fraterno que acompañaba nuestra formación. Como existía una mística por el aprendizaje ajeno a dogmas, con una distancia total de afanes proselitistas, se daba pie a que cada quien encontrara la fórmula terapéutica de su preferencia, siempre y cuando se involucrara con verdadero compromiso. En Seguín encontré a un maestro que siempre compartía las novedades que recogía de sus lecturas, experiencias o asistencia a congresos, estimulando a sus discípulos a ponerlas en práctica. Fue allí donde me forjé como psicoterapeuta, en esa escuela de apertura, integración y cambio, a la que tanto debo. Precisamente de las canteras de la escuela de Seguín surgieron la mayoría de las escuelas psicodinámicas en nuestro país. Yo elegí el psicoanálisis y, como quiera que aún no se daba esta formación en Lima, emprendí el camino de la migración a Buenos Aires, en donde completé mi formación como analista. En la Asociación Psicoanalítica Argentina me sorprendió encontrar un menú teórico-clínico bastante abierto, aunque se sentía mucho la influencia kleiniana y el pensamiento lacaniano empezaba a sonar fuerte. Pero, también, existía una importante corriente winnicottiana que iba cobrando fuerza. Supervisé con una kleiniana y con un filo lacaniano, pese a que mi mayor sintonía estaba con Winnicott y su apuesta por la creatividad en el campo. De vuelta en Lima, ejercí por varios años lo más cercano que pude al marco técnico de la disciplina psicoanalítica. El manejo de la neutralidad y la abstinencia necesarias para el desarrollo del proceso eran de cotidiana observancia, pero, de una forma u otra, aparecía cada tanto alguna variable y, amparado por la invitación al gesto espontáneo que recogí de las enseñanzas de Winnicott y que es inmanente a la naturaleza humana, hacía uso de éste. Fue en el año 1995, supervisando para optar al grado de "psicoanalista didacta", con Saúl Peña, que le escucho decirme: “Oye, veo que tú eres bastante patero”, y no lo decía a la manera de una censura, sino como reconociendo un estilo personal una cierta soltura en la relación con el paciente. Por lo menos, así lo entendí cosa que contribuyó al sentimiento de reconocimiento de mi forma personal de trabajar en cercanía afectiva con el paciente. Por entonces ya andaba metido hasta las orejas en la corriente winnicottiana. La mayoría de mis trabajos de esa época elaboraban variables que surgían del trabajo con mis pacientes, procesos que algunas veces se salían de la ortodoxia, sin perder la esencia psicoanalítica. Además, el trabajo en el Centro de Psicoterapia me permitió espacios para rescatar variables terapéuticas, como la implementación de una clínica de día, a la que bautizamos como “Carlos Alberto Seguín”. Desarrollamos también talleres de abordaje intensivo aplicados a patologías específicas, con manejo de variables de enfoque grupal. Me doy cuenta ahora que era como estar rescatando aquellas prácticas de mi formación de origen, enriquecidas, por cierto, con lo recogido en la comprensión psicoanalítica y por el hecho de permitirme experimentar con variables. También, implementamos en el CPPL un sistema de atención gratuita: una vez al año convocábamos al público en general a una experiencia en la que, combinando abordajes de psiquiatría y psicoterapia de una sola entrevista, junto con talleres y conferencias, integrados a su vez con comunicación masiva interactiva, aprovechando la audiencia radial del Dr. Fernando Maestre, dábamos cuenta de necesidades de información, experiencias emocionales correctivas, consultas personales, orientación y abordajes con posibilidades terapéuticas. Fueron épocas de mucha creatividad y mística que me es grato recordar. Creamos, también, un espacio de atención permanente para personas de menores recursos, entrecruzando los requerimientos de formación de nuestros alumnos y terapeutas del CPPL con una gran demanda de atención proveniente del programa radial que conducía Fernando Maestre, en el cual participábamos activamente dentro de un marco educativo-terapéutico, haciendo aproximaciones puntuales a las consultas del público, que nos retaba a utilizar el formato de intervenciones de una sola vez, las cuales, con frecuencia, se nos hacía saber que habían tenido consecuencias terapéuticas. Luego, alrededor del año 2005, nos juntamos tres colegas para formar un grupo de estudios interdisciplinario en torno a la neurociencia, siguiendo las huellas de un grupo de psicoanalistas que proponían el “neuropsicoanálisis”. Hubo, para mí, un antes y un después de esa experiencia: la comprensión de la trama organizativa del cerebro emocional me permitió calar hondo en la temática del apego y su relación con la memoria implícita, con la importancia de la apertura del inconsciente y los afectos del terapeuta en el abordaje de la problemática emocional del paciente, dando pleno sentido a lo que ya estaba aplicando en mi trabajo. Leímos los trabajos de Eric Kandel, destacado neurocientífico y Premio Nobel (2000), quien, desde sus aportes sobre el estudio de la memoria implícita, invita a una integración del espacio inconsciente como área común entre psicoanálisis y neurociencia. Por cierto, el peso de la memoria implícita ha ido nutriendo nuestra valoración de los registros inconscientes sensitivo–sensoriales y emocionales, que subyacen a nuestras conductas, resultando este conocimiento invalorable en nuestro trabajo clínico. Este tema recuerda abordajes como el del psicoanalista norteamericano Christopher Bollas, que nos habla de “lo sabido no pensado” y del “inconsciente receptivo”, puntos importantes de su teorización que coinciden en alguna medida con el concepto de “memoria implícita”. Posteriormente, encontré grandes coincidencias con la psicoterapia psicoanalítica relacional, que plantea una relación terapéutica mucho más ligada a la comunicación entre los inconscientes del paciente y del psicoterapeuta. Fue, entonces, cuando me di cuenta de que no era tan necesario tener una memoria explícita tan notable como la de mi primer terapeuta, sino que, lo más importante, lo imprescindible en el trabajo clínico era la capacidad de conectar en la terapia el inconsciente emocional del terapeuta con el del paciente. El proceso de cambio corre más por la cuenta de la regulación emocional que transita por canales que van más allá de la palabra. La empatía ocupa así el rol principal y la calidad del vínculo permite ir construyendo una base segura, equivalente a la que se da en el apego seguro temprano entre la madre y su bebé. A propósito de este tema escribí, en su momento el trabajo “De la tarea de hacer consciente lo inconsciente al encuentro relacional de los inconscientes”, trabajo mencionado en la bibliografía. Quisiera citar algunos párrafos de este trabajo: “Las expresiones no verbales cobran mayor importancia y la dinámica de un acercamiento emocional similar a las circunstancias tempranas de la relación madre–bebé comprometen de una manera diferente la participación del analista. La diada “atención flotante”–“asociación libre” supone ahora el acercamiento de los inconscientes afectivos del paciente y del terapeuta, con atención a su resonancia relacional afectiva, promoviendo la emergencia de un flujo asociativo y de potenciales emocionales que no tuvieron oportunidad en la infancia temprana por fallas en la respuesta del ambiente. Es así como vengo trabajando desde hace ya un tiempo, encontrando ahora la oportunidad de comprender mejor lo que hago; las nociones de memoria implícita, de impronta, del trabajo en sintonía, con sincronía, la regulación afectiva y el potencial transformacional que de ésta deriva, del proceso terapéutico como fenómeno de campo, de la importancia de los “enactments” en la sesión, de la “responsividad” (respuesta oportuna), del nuevo lugar que podemos otorgarle al concepto de disociación, etc., cobran sentido alrededor de la noción de conexión cerebral emocional límbica y de generación de nuevas sinapsis, lo que se traduce en una ampliación de la capacidad asociativa. En lo personal, siento que trabajar de esta manera es una forma de fluir con el paciente, de abrir mi subjetividad a una resultante que amplía mi experiencia de ser, en este caso, con el paciente. Tengo la sensación de que, así, el proceso me resulta más ligero y a la vez más profundo; no tengo que inhibir emociones, éstas se adecúan solas en la dinámica de la sesión. Siempre, por cierto, con la salvaguarda de una atención operativa que contempla la escena y corrige o aporta las posibilidades para el entendimiento o la mentalización.” Mi eje funcional ha variado hacia lo que hace unos años presenté en otro trabajo que titulé “Fluir para influir”. La propuesta era reconstituir las circunstancias fallidas del apego temprano y, de alguna manera, en el presente, participar en la regulación emocional del paciente, facilitando el logro de un equilibrio homeostático y una mejor integración del sí mismo. En esta tarea tiene mucho mayor cabida el acercamiento límbico del terapeuta, el poder sentir con el paciente, ayudarlo a integrar y reconocer lo que no le es posible percibir sin asociaciones de temor o angustia de quiebre. En los tiempos que corren, mi trabajo incluye una apuesta total al fluir asociativo, integrando elementos que provienen de mi vida personal, tamizados de acuerdo al “timing” en el que nos encontremos. Si algo siento en este quehacer en el presente, es que disfruto mucho en el encuentro con ese semejante que me consulta; aprendo en cada caso sus claves afectivas con más facilidad, a distancia de encuadrarlos en titulaciones teóricas o racionalizaciones “eruditas” y, mucho más que nunca, me relaciono con la persona más que con su enfermedad. Percibo que puedo acompañarlos mejor en sus necesidades de apego, sintiendo con ellos y ayudándolos a destrabar emociones bloqueadas e ignotas.
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